Si el paso del tiempo resulta implacable para el
patrimonio arquitectónico, no menos
insidiosa es la intervención del ser humano que lo ocupa y toma decisiones para
su conservación y protección.
A un año de la reapertura de la Iglesia Jesuítica, evaluar su restauración apunta a comprender la dimensión simbólica que ejerce en el imaginario altagraciense.
Tras décadas de deterioro, una de las obras más singulares del barroco colonial encontró su oportunidad para recuperar el esplendor perdido, sin embargo en el inicio de los trabajos se fueron acumulando actuaciones que conjugaron la inoperancia y la desidia en un entorno de silencio que habilitó el campo de las dudas.
El estado del monumento se agravó con la remoción del solado, la excavación de trincheras que alojarían instalaciones de aire acondicionado y la extracción de restos óseos, violentas intervenciones que la comunidad interpretó como una profanación del recinto sagrado.
El escándalo mediático activó y distribuyó responsabilidades entre el cura párroco Siderides, la arq. Malandrino del Instituto del Patrimonio de la Universidad Católica y los funcionarios de la administración pública. Con la esperada intervención de la Agencia Córdoba Cultura se impuso una tregua para el cruce de acusaciones y atribuciones mal habidas, a los fines de remediar la destrucción, así el nuevo proyecto de restauro también asimilaría el concepto de restaurar el ánimo social, habilitando el templo en el menor tiempo posible.
Con tales antecedentes y premisas es improbable que el procedimiento siguiera los plazos que una obra de tal envergadura exige, por lo que se podría conjeturar que se resignaron precisión y calidad en la ejecución de los detalles.
Hay dos escalas de lectura perceptual para la restauración efectuada: una mayor que obliga a contrastar la visión general con el estado original del conjunto y que impacta de manera instantánea dejando satisfecho al observador no especializado, que vuelve a apropiarse del templo sin inmutarse ante la pertinencia o no de lo actuado, y una menor que exige una mirada escrutadora de materiales y técnicas empleadas, que abren nuevas interrogantes acerca de lo que quedó inconcluso o fue resuelto de manera inesperada:
A un año de la reapertura de la Iglesia Jesuítica, evaluar su restauración apunta a comprender la dimensión simbólica que ejerce en el imaginario altagraciense.
Tras décadas de deterioro, una de las obras más singulares del barroco colonial encontró su oportunidad para recuperar el esplendor perdido, sin embargo en el inicio de los trabajos se fueron acumulando actuaciones que conjugaron la inoperancia y la desidia en un entorno de silencio que habilitó el campo de las dudas.
El estado del monumento se agravó con la remoción del solado, la excavación de trincheras que alojarían instalaciones de aire acondicionado y la extracción de restos óseos, violentas intervenciones que la comunidad interpretó como una profanación del recinto sagrado.
El escándalo mediático activó y distribuyó responsabilidades entre el cura párroco Siderides, la arq. Malandrino del Instituto del Patrimonio de la Universidad Católica y los funcionarios de la administración pública. Con la esperada intervención de la Agencia Córdoba Cultura se impuso una tregua para el cruce de acusaciones y atribuciones mal habidas, a los fines de remediar la destrucción, así el nuevo proyecto de restauro también asimilaría el concepto de restaurar el ánimo social, habilitando el templo en el menor tiempo posible.
Con tales antecedentes y premisas es improbable que el procedimiento siguiera los plazos que una obra de tal envergadura exige, por lo que se podría conjeturar que se resignaron precisión y calidad en la ejecución de los detalles.
Hay dos escalas de lectura perceptual para la restauración efectuada: una mayor que obliga a contrastar la visión general con el estado original del conjunto y que impacta de manera instantánea dejando satisfecho al observador no especializado, que vuelve a apropiarse del templo sin inmutarse ante la pertinencia o no de lo actuado, y una menor que exige una mirada escrutadora de materiales y técnicas empleadas, que abren nuevas interrogantes acerca de lo que quedó inconcluso o fue resuelto de manera inesperada:
¿Por qué hay
imprecisiones anatómicas en el profeta que ocupa una de las pechinas?
¿Por qué el
encuentro entre púlpito y muro continúa agrietado?
¿Por qué a un
año de la reapertura ya hay muros cuya pintura se está descascarando?
¿Por qué los
confesionarios no presentan un trabajo tan cuidadoso como otros componentes?
¿Por qué las
juntas del nuevo solado están abiertas en muchos sectores?
Ante las incógnitas sobre los criterios que se
adoptaron, no es casual que el nuevo osario carezca de referencias sobre el
daño ocurrido, ni que su ubicación haya quedado como un elemento que se
prefiere ocultar. Es en esos significantes donde el resultado se vuelve tan
decepcionante como el proceso que antecedió a la intervención de las
autoridades provinciales. A la celeridad de los tiempos políticos por aplacar
las voces del mosaico social que sostiene el patrimonio, todavía le falta un
epílogo escrito por la justicia que decidirá quienes y en qué
medida han sido responsables de los desaciertos cometidos.
Arq.
Walter H. Villarreal
(Publicado en URBANA, Desarrollo y Sociedad)
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